El hombre que no tenía más sueño o historia de un héroe
portugués.
Había una vez un hombre que un día no tuvo más sueño.
Quería dormir, pero no podía, y eso que siempre había
dormido bien.
Cuando
cerraba los ojos, no dejaba de pensar en la mirada triste de los niños que se
apiñaban junto a la puerta de la casa donde vivía y trabajaba.
Era un
hombre bueno al que le gustaba su profesión y que había sido educado para
obedecer las órdenes de sus superiores, dondequiera que estuviese. Nunca le
había pasado por la cabeza la posibilidad de algún día quebrar esa regla. Esta
historia es verdadera y sucedió pocos días antes de que comenzara el verano de
1940.
Todavía vive
mucha gente que se acuerda bien de ese hombre y de todo lo que él hizo al dejar
de pensar en sí mismo para pensar en cómo ayudar y salvar a los otros. Ese
hombre era diplomático y nació en el norte de Portugal. Se llamaba Arístides de
Sousa Mendes, era casado y tenía varios hijos.
Su carrera
como cónsul lo llevó a la ciudad francesa de Burdeos, adonde le llegaron las
primeras noticias del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército
alemán atacó Polonia e Inglaterra se opuso a esa agresión, en defensa de la
libertad y la democracia, declarando que se enfrentaría con las armas a los atacantes.
Nuestro
hombre era una persona de bien que defendía la paz. No podía aceptar la idea de
que alguien fuera perseguido, torturado y asesinado sólo por tener ideas
políticas diferentes u otra religión. Lo habían educado para la tolerancia y
por ello respetaba los derechos de los demás.
A medida que
las fuerzas alemanas invadían países como Bélgica u Holanda y se aproximaban a
la frontera francesa, llegaban a Burdeos refugiados de las naciones ocupadas,
buscando un visado en el pasaporte que les permitiera llegar a España y después
a Portugal, para en Lisboa coger un avión o un barco hacia países como Estados
Unidos, Brasil o Argentina, donde no había guerra. Portugal y España estaban
gobernados por dictadores como Hitler, el amo de Alemania, y se mantuvieron
siempre al margen de la guerra, aunque durante mucho tiempo apoyaron a los
alemanes y a lo que ellos representaban.
El hombre
quería dormir, pero no podía. Le resonaban en la cabeza las voces de los niños
con hambre y sed, que, al igual que sus propios hijos, tenían derecho a vivir y
crecer en libertad. De Lisboa, el cónsul portugués había recibido órdenes muy
rigurosas para que no dejara llegar refugiados a Portugal.
Pensó y
repensó, lo consultó con su mujer y escribió una larga carta a sus hijos
explicando lo que iba a hacer y por qué. Se asomó a la ventana y vio en los
ojos de los niños una sonrisa fugaz que representaba el último resto de
esperanza. Por ellos valdría la pena arriesgarse. Por ellos y por los
principios que defendía.
Así fue que
la palabra “desobediencia” entró definitivamente en su vocabulario. Mandó abrir
las puertas del Consulado de Portugal y entregó a los funcionarios sellos y
estampillas para que pudieran emitir el mayor número de visados posible. A
partir de ese momento, sería una batalla sin tregua contra el tiempo. Cada
minuto contaba. Cada día parecía eterno.
Durante tres
días nadie tuvo descanso en el Consulado, pero hasta hubo tiempo para darles
agua y comida a los que en filas larguísimas esperaban en la puerta, con la
esperanza de que la pesadilla por fin terminara.
En la radio
se escuchaban las noticias de la rendición de Francia, lo que significaba que
faltaba muy poco para que el ejército de Hitler llegara también a Burdeos,
persiguiendo y arrestando judíos y opositores políticos del régimen nazi. Era
necesario trabajar aún más de prisa.
El cónsul
logró ir a las ciudades de Bayona y Hendaya, donde había un gran número de
refugiados que intentaban atravesar la frontera con España. Arístides de Sousa
Mendes tenía conciencia de que desobedecer las órdenes de Lisboa tendría
consecuencias desastrosas para su futuro y el de su familia. Pero no volvió
atrás: sabía que la razón estaba con él y no estaba dispuesto a abdicar de esa
razón, que significaba la salvación de miles de vidas.
–Mamá, tengo
hambre y sed, y quiero salir de aquí -decía una niña austríaca a su madre
pálida y exhausta.
–Tal vez
mañana por la mañana ya podamos estar en camino a la libertad, porque allí
dentro hay un hombre bueno dispuesto a ayudarnos.
El hombre no
se dejó vencer por el cansancio, ni por el sueño, el hambre o la sed. La vida
de otros estaba en juego. Si ellos tenían prisa, él tenía aún más.
En el
Consulado, algunos le advirtieron: “¡Tenga cuidado con lo que le pueda
suceder!” Pero él no les prestaba atención y continuaba entregando visados,
perdiendo la cuenta de las personas a las que ya había salvado. ¿Habrán sido
diez mil, quince mil o treinta mil? Nadie lo sabe exactamente. Lo que se sabe
es que llegaron a Lisboa y que después fueron encaminados a ciudades como
Estoril, Ericeira, Figueira da Foz o Caldas da Rainha.
Más tarde,
la mayoría pudo partir rumbo a países donde había libertad. Algunos volvieron a
su tierra natal cuando terminó la guerra, otros nunca más la quisieron ver porque
no podían olvidar los momentos de sufrimiento y de pérdida.
Tres días
fueron suficientes para que el cónsul Arístides de Sousa Mendes abriera las
puertas a la libertad a miles de personas, desobedeciendo a Salazar y al
régimen por él encabezado. Por ello, fue enseguida excluido de la carrera
diplomática y prohibido de ejercer cualquier actividad profesional.
Murió en la
pobreza en 1954, con los hijos dispersos por países como Estados Unidos, donde
pudieron estudiar y seguir sus carreras. Un caluroso día de junio de 1940, en
el centro de Lisboa, un niño rubio les preguntó a sus padres, mientras estos
buscaban una pensión o un hotel donde poder instalarse hasta comprar los
pasajes de avión o de barco a Nueva York:
–¿Cómo se
llama aquel señor que en Burdeos nos dio los visados para que pudiéramos venir
a este país?
Y su padre,
apenas conteniendo las lágrimas de emoción, le respondió:
–Se llama
héroe, hijo. Quien hace lo que él ha hecho por nosotros solo puede tener ese
nombre.
Todavía no
se ha hecho una película sobre esta historia verídica, como la que Steven
Spielberg hizo sobre Oskar Schindler, pero puede ser que alguien la filme un
día. Nunca es demasiado tarde para celebrar las hazañas de los héroes. En
aquellas noches calurosas de junio de 1940, había en Burdeos un portugués que
no podía dormir.
No podía
quitarse de la memoria el dolor de los niños que querían ver abrirse la puerta
que las dejara seguir camino hacia la libertad. Esa puerta se abrió y por ella
pasó un resplandor de luz que dibujó en el negro terciopelo del cielo, entre
las estrellas, la hermosa palabra “esperança”, escrita así, en portugués, como
esta historia verdadera que siempre vale la pena contar y volver a contar. ¿Y
por qué?
Porque
siempre es posible que la tragedia vuelva a suceder, en el lugar y el momento
menos pensados.
Fin
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