Aladino y la lámpara maravillosa
Érase una vez una viuda que vivía con su
hijo, Aladino. Un día, un misterioso extranjero ofreció al muchacho una moneda
de plata a cambio de un pequeño favor y, como eran muy pobres, aceptó.
—¿Qué tengo que hacer? —preguntó.
—Sígueme —respondió el misterioso
extranjero.
El extranjero y Aladino se alejaron de la
aldea en dirección al bosque, donde este último iba con frecuencia a jugar.
Poco tiempo después se detuvieron delante de una estrecha entrada que conducía
a una cueva en la que Aladino nunca antes había visto.
—¡No recuerdo haber visto esta cueva! —Exclamó
el joven—. ¿Siempre ha estado ahí?
El extranjero, sin responder a su pregunta,
le dijo:
—Quiero que entres por esta abertura y me
traigas mi vieja lámpara de aceite. Lo haría yo mismo si la entrada no fuera
demasiado estrecha para mí.
—De acuerdo —dijo Aladino—, iré a buscarla.
—Algo más —agregó el extranjero—. No toques
nada más, ¿me has entendido? Quiero únicamente que me traigas mi lámpara de
aceite.
El tono de voz con que el extranjero le
dijo esto último alarmó a Aladino. Por un momento pensó en huir, pero cambio de
idea al recordar la moneda de plata y toda la comida que su madre podía comprar
con ella.
—No se preocupe, le traeré su lámpara —dijo
Aladino mientras se deslizaba por la estrecha abertura.
Una vez en el interior, Aladino vio una
vieja lámpara de aceite que alumbraba débilmente la cueva. Cuál no sería su
sorpresa al descubrir un recinto cubierto de monedas de oro y piedras
preciosas.
«Si el extranjero solo quiere su vieja
lámpara —pensó Aladino—, o está loco o es un brujo. Hmm, ¡tengo la impresión de
que no está loco! ¡Entonces es un ...!».
—¡La lámpara! ¡Tráemela inmediatamente!
—gritó el brujo impaciente.
—De acuerdo, pero primero déjeme salir
—repuso Aladino mientras comenzaba a deslizarse por la abertura.
—¡No! ¡Primero dame la lámpara! —exigió el
brujo cerrándole el paso.
—¡No! —se negó Aladino.
—¡Peor para ti! —exclamó el brujo
empujándolo nuevamente dentro de la cueva. Pero al hacerlo perdió el anillo que
llevaba en el dedo, el cual rodó hasta los pies de Aladino.
En ese momento se oyó un fuerte ruido. Era
el brujo que hacia rodar una roca para bloquear la entrada de la cueva.
Una oscuridad profunda invadió el lugar y
Aladino tuvo miedo. ¿Se quedaría atrapado allí para siempre? Sin pensarlo,
recogió el anillo y se lo puso en el dedo. Mientras pensaba en la forma de
escaparse, distraídamente le daba vueltas y vueltas.
De repente, la cueva se llenó de una
intensa luz rosada y un genio sonriente apareció.
—Soy el genio del anillo. ¿Qué deseas, mi
señor?
Aladino aturdido ante la aparición, solo
acertó a balbucear:
—Quiero regresar a casa.
Instantáneamente Aladino se encontró en su
casa con la vieja lámpara de aceite entre las manos.
Emocionado, el joven narró a su madre lo
sucedido y le entregó la lámpara.
—Bueno, no es una moneda de plata, pero voy
a limpiarla y podremos usarla.
Y la estaba frotando cuando, de improviso,
otro genio aún más grande que el primero apareció.
—Soy el genio de la lámpara. ¿Qué deseas?
La madre de Aladino contemplando aquella
extraña aparición sin atreverse a pronunciar una sola palabra. Aladino
sonriendo murmuró:
—¿Por qué no una deliciosa comida
acompañada de un gran postre?
Inmediatamente, aparecieron delante de
ellos fuentes llenas de exquisitos manjares. Aladino y su madre comieron muy
bien ese día y, a partir de entonces, todos los días durante muchos años.
Aladino creció y se convirtió en un joven
apuesto, y su madre no tuvo necesidad de trabajar para otros. Se contentaban
con muy poco y el genio se encargaba de suplir todas sus necesidades.
Un día, cuando Aladino se dirigía al
mercado, vio a la hija del Sultán que se paseaba en su litera. Una sola mirada
le bastó para quedar locamente enamorado de ella. Inmediatamente corrió a su
casa para contárselo a su madre:
—¡Madre, éste es el día más feliz de mi
vida! Acabo de ver a la mujer con la que quiero casarme.
—Iré a ver al Sultán y le pediré para ti la
mano de su hija, Halima —dijo ella.
Como era costumbre llevar un presente al
Sultán, pidieron al genio un cofre de hermosas joyas. Aunque muy impresionado
por el presente el Sultán preguntó:
—¿Cómo puedo saber si tu hijo es lo
suficientemente rico como para velar por el bienestar de mi hija? Dile a
Aladino que, para demostrar su riqueza, debe enviarme cuarenta caballos de pura
sangre cargados con cuarenta cofres llenos de piedras preciosas y cuarenta
guerreros para escoltarlos.
La madre desconsolada, regreso a casa con
el mensaje.
—¿Dónde podemos encontrar todo lo que exige
el Sultán? —preguntó a su hijo.
—Tal vez el genio de la lámpara pueda
ayudarnos —contestó Aladino. Como de costumbre, el genio sonrió e
inmediatamente obedeció las órdenes de Aladino.
Instantáneamente, aparecieron cuarenta
briosos caballos cargados con cofres llenos de zafiros y esmeraldas. Esperando
impacientes las órdenes de Aladino, cuarenta jinetes ataviados con blancos
turbantes y anchas cimitarras, montaban a caballo.
—¡Al palacio del Sultán! —ordenó Aladino.
El Sultán muy complacido con tan magnifico
regalo, se dio cuenta de que el joven estaba determinado a obtener la mano de
su hija. Poco tiempo después, Aladino y Halima se casaron y el joven hizo
construir un hermoso palacio próximo al del Sultán (con la ayuda del genio,
claro está).
El Sultán se sentía orgulloso de su yerno y
Halima estaba muy enamorada de su esposo, que era atento y generoso.
Pero la felicidad de la pareja fue
interrumpida el día en que el malvado brujo regresó a la ciudad disfrazado de
mercader.
—¡Cambio lámparas viejas por nuevas!
—pregonaba. Las mujeres cambiaban felices sus lámparas viejas.
—¡Aquí! —llamó Halima—. Tome la mía también
—entregándole la lámpara del genio.
Aladino nunca había confiado a Halima el
secreto de la lámpara y ahora era demasiado tarde.
El brujo froto la lámpara y dio una orden
al genio. En una fracción de segundos, Halima y el palacio subieron muy alto
por el aire y fueron llevados a la tierra lejana del brujo.
—¡Ahora serás mi mujer! —le dijo el brujo
con una estruendosa carcajada. La pobre Halima, viéndose a la merced del brujo,
lloraba amargamente.
Cuando Aladino regresó, vió que su palacio
y todo lo que amaba habían desaparecido.
Entonces, acordándose del anillo, le dio
tres vueltas.
—Gran genio del anillo, dime, ¿qué sucedió
con mi esposa y mi palacio? —preguntó.
—El brujo que te empujó al interior de la
cueva hace algunos años regresó, mi amo, y se llevó con él tu palacio, tu
esposa y la lámpara —respondió el genio.
—Tráemelos de regreso inmediatamente —pidió
Aladino.
—Lo siento, amo, mi poder no es suficiente
para traerlos. Pero puedo llevarte hasta donde se encuentran.
Poco después, Aladino se encontraba entre
los muros del palacio del brujo. Atravesó silenciosamente las habitaciones
hasta encontrar a Halima. Al verla, la estrechó entre sus brazos mientras ella
trataba de explicarle todo lo que le había sucedido.
— ¡Shhh! No digas una palabra hasta que
encontremos una forma de escapar —susurró Aladino. Juntos trazaron un plan.
Halima debía encontrar la manera de envenenar al brujo. El genio del anillo les
proporcionó el veneno.
Esa noche, Halima sirvió la cena y sirvió
el veneno en una copa de vino que le ofreció al brujo.
Sin quitarle los ojos de encima, esperó a
que se tomara hasta la última gota. Casi inmediatamente éste se desplomó
inerte.
Aladino entró presuroso a la habitación,
tomó la lámpara que se encontraba en el bolsillo del brujo y la frotó con
fuerza.
— ¡Cómo me alegro de verte, mi buen Amo!
—dijo sonriendo—. ¿Podemos regresar ahora?
— ¡Al instante! —respondió Aladino, y el
palacio se elevó por el aire y flotó suavemente hasta el reino del Sultán.
El Sultán y la madre de Aladino estaban
felices de ver de nuevo a sus hijos. Una gran fiesta fue organizada, a la cual
fueron invitados todos los súbditos del reino para festejar el regreso de la
joven pareja.
Aladino y Halima vivieron felices y sus
sonrisas aún se pueden ver cada vez que alguien hace brillar una vieja lámpara
de aceite.
FIN
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