El flautista de Hamelin
Érase
una vez a la orilla de un gran río en el Norte de Alemania una ciudad llamada
Hamelin. Sus ciudadanos eran gente honesta que vivía felízmente en sus casas de
piedra gris. Los años pasaron, y la ciudad se hizo rica y próspera.
Hasta
que un día, sucedió algo insólito que perturbó su paz.
Hamelin
siempre había tenido ratas, y bastantes, pero nunca habían sido un peligro,
pues los gatos las mantenían a rayo de la manera habitual: cazándolas. Pero de
pronto, las ratas comenzaron a multiplicarse.
Con
el tiempo, una gran marea de ratas cubría la ciudad. Primero atacaron las
tiendas y graneros, y cuando no les quedó nada, fueron por madera, ropa o
cualquier cosa. Lo único que no comían era el metal. Los aterrados ciudadanos
se manifestaron ante el ayuntamiento para que los librara de la plaga de ratas,
pero el consejo ya llevaba tiempo reunido tratando de pensar un plan.
-
Necesitaríamos un ejército de gatos.
Pero
los gatos ya estaban muertos.
-
Deberíamos matarlas con comida envenenada.
Pero
apenas les quedaba comida, y el ni siquiera el veneno era capaz de detenerlas.
-
Necesitamos ayuda- dijo el alcalde abatido.
En
ese preciso instante, mientras los ciudadanos se agolpaban afuera, llamaron
fuertemente a la puerta. ¿Quién podría ser? se preguntaban preocupados los
miembros del consejo, temerosos de las iras de la gente. Abrieron la puerta con
precaución y, ante su sorpresa, apareció ante ellos un hombre alto, vestido con
ropas de brillantes colores, con una larga pluma en su sombrero y una larga
flauta dorada.
-
He librado ciudades de escarabajos y murciélagos - dijo el extraño- y por mil
florines, también les libraré de las ratas.
-
¡Mil florines!- exclamó el alcande- ¡Le daríamos cincuenta mil si lo hiciera!
El
extraño salió entonces diciendo:
-
Ahora es tarde, pero mañana al amanecer no quedará ni una rata en Hamelin
Todavía
no había salido es sol cuando el sonido de una flauta se escuchó a través de
las calles de Hamelin. El flautista fue pasando lentamente por entre las casas,
y todas las ratas le seguían. Salían de todas partes: de las puertas, de las
ventanas, de las cañerías, todas detrás del flautista. Mientras tocaba, el
extranjero bajó hacia el río y lo cruzó. Tras él, las ratas seguían sus pasos,
y todas y cada una de ellas se ahogaron y fueron arrastradas por la corriente.
Al
mediodía, no quedaba ni una sola rata en la ciudad. Todos en el consejo estaban
encantados, hasta que el flautista acudió a reclamar su pago.
-
¿Cincuenta mil florines?- exclamaron - ¡Jamás!
-
¡Que sean mil al menos! - gritó furioso el flautista. Pero el alcalde
respondió:
-
Ahora todas las ratas están muertas y no volverán. Así que confórmate con
cincuenta florines, sin es que no quieres quedarte sin nada.
Con
los ojos encendidos de ira, el flautista señaló con su dedo al alcalde:
-
Te arrepentirás amargamente de haber roto tu promesa
Y
desapareció.
Una
sombra de miedo envolvió a los consejeros, pero el alcalde se encogió de
hombros y dijo emocionado:
-
¡Qué diablos! Acabamos de ahorrarnos cincuenta mil florines.
Aquella
noche, liberados de la pesadilla de las ratas, los habitantes de Hamelin
durmieron más profundamente que nunca. Y cuando el extraño sonido de una flauta
flotó por las calles al amanecer, solo los niños lo escucharon. Como atraídos
de un modo mágico, los niños salían de sus casas. Y de la misma forma que había
ocurrido el día anterior, el flautista recorrió tranquilamente las calles,
reuniendo a todos los niños, que le seguían dócilmente al son de la extraña
música.
Pronto
la larga hilera dejó la ciudad y se encaminó al bosque, y tras cruzarlo alcanzó
la falda de una gran montaña. Cuando el flautista alcanzó la roca, tocó su
instrumento con más fuerza, y en la montaña se abrió una gran puerta que daba
acceso a una cueva. Los niños entraron tras el flautista, y cuando el último de
ellos se adentró en la oscuridad, la entrada se cerró.
Un
gran movimiento de tierras cerró la entrada de la cueva para siempre, y solo un
pequeño niño cojo pudo escapar de la tragedia. Fue el quien contó a los
angustiados habitantes de Hamelin, que buscaban sus niños desesperadamente, lo
que había ocurrido. Y de nada sirvieron todos sus esfuerzos: la montaña nunca
devolvió a sus víctimas.
Muchos
años tuvieron que pasar hasta que las alegres voces de los niños volvieron a
resonar en las calles de Hamelin, pero el recuerdo de la aquella terrible
lección permaneció para siempre en los corazones de todos, y fue pasando de
padres a hijos a través de los siglos.
Fin
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